Trilogía de Amor
“¡A primera vista!”
Resumen: La chispa del pasado se reaviva con un simple clic. Mientras navegan por las redes sociales, N y J tropiezan con las publicaciones del otro, desencadenando una ola de nostalgia y recuerdos compartidos. Aunque separados por la distancia, este encuentro digital fortuito les recuerda los días luminosos de su infancia, llenos de risas y juegos en las calles donde vivieron su infancia. Movidos por la curiosidad y el afecto latente, deciden dar el siguiente paso: una llamada telefónica que los sumerge en conversaciones profundas sobre sus vidas actuales y los sueños que aún conservan. A medida que reconstruyen su amistad, ambos se enfrentan a la posibilidad de redescubrir el amor que nunca llegaron a explorar completamente.
Erase una vez…..
Él estaba sentado en el pequeño balcón de su apartamento, la luz del atardecer se reflejaba suavemente sobre las páginas del libro que luchaba por concentrarse en leer. El aire llevaba un frescor que anticipa la llegada del otoño, y con él, un sutil recordatorio de los cambios imperceptibles que, poco a poco, transforman el mundo. Su teléfono, usualmente un mero espectador de sus tardes tranquilas, zumbó con la insistencia de una nueva notificación. Era un comentario en una vieja foto de Facebook, un eco digital que lo arrastró de vuelta a un pasado que había creído empaquetado y almacenado en el ático de su memoria.
Al ver el nombre de N aparecer en la pantalla, una oleada de recuerdos inundó su mente, cada uno tan vívido como si hubiera sido ayer. En un instante, las risas compartidas, los juegos bajo el sol inclemente de su infancia y los sueños susurrados en secreto entre sombras de árboles se sintieron tan presentes que casi podía oír las melodías olvidadas de aquel entonces.
Al deslizar el dedo por la pantalla, J abrió la foto que N había comentado: una imagen de ellos dos, cuando tenían trece años, los dos estaban cubiertos de pintura de los arreglos navideños del vecindario, sonriendo con la inocencia típica de la niñez despreocupada. La foto, una reliquia de un tiempo más simple, llevaba el comentario de N: “¿Recuerdas este día? Nunca olvidé cómo transformar esa simple tarde en una aventura”. Ese breve mensaje era un hilo sutil, pero poderoso, que tiraba de él hacia recuerdos de días llenos de risas y complicidad.
Mientras J recordaba, no pudo evitar sonreír, sintiendo una mezcla de nostalgia y alegría. No era solo la foto lo que había despertado el pasado; era la voz de N en aquel comentario, tan clara y cercana como si estuviera hablando justo a su lado. Decidido a no dejar que la conversación terminara en un simple intercambio de recuerdos digitales, tomó una decisión impulsiva.
J respondió al comentario con un mensaje privado, tentando el destino: “Tantos años y tantos recuerdos… ¿te gustaría ponernos al día por teléfono algún día de estos?”.
La espera por una respuesta parecía extenderse por horas. J se encontró mirando su teléfono con frecuencia, esperando cualquier señal de N. Cuando finalmente, después de casi cuatro días después, vibró con la notificación de su respuesta, su corazón dio un salto. “Me encantaría”, decía el mensaje de N, acompañado de una sonrisa en emoji que parecía iluminar toda la pantalla. Era un pequeño gesto, pero para J, significaba reavivar la llama de una conexión que había pensado perdida.
Acordaron hablar el próximo sábado por la noche. A sabiendas que N en Colombia y J estaba en Australia, los separaba una diferencia horaria gigantesca, recuerdos y preguntas intrigantes llegaron a sus mentes. J pasó los días siguientes en un estado de anticipación mezclada con una ansiedad agridulce. Recordaba a N no solo como la niña de la cuadra, sino como la compañera de incontables travesuras y confidente de secretos infantiles. Ahora, años después, la posibilidad de reconectar con ella traía consigo una oleada de preguntas sobre qué había sido de su vida, sus sueños, y si la química de su amistad resistiría el paso del tiempo.
Finalmente llegó el sábado y con él, una mezcla de emociones que J no había sentido en años. Se había preparado para la llamada como si fuera una cita de las importantes, eligiendo un lugar tranquilo de su apartamento donde los recuerdos podrían fluir libremente sin interrupciones, El se coloco la mejor ropa que tenia, un peinado pulcro y algo particular, hasta loción se ha impregnado en su cuerpo, a sabiendas que la cita sería solo una video-llamada, es interesante ver como actua una persona enamorada que hace actos basados en el amor, donde el sentimiento hace olvidarse de la virtualidad.
La pantalla del teléfono iluminó su rostro en la claridad del dia, mientras para ella era tarde de la noche; al oír la voz de N al otro lado de la línea, todas las distancias y años parecían desvanecerse en un instante, incluso la diferencia horaria no existía, porque ambos estaban en una burbuja aislada que los llevo a soñar y sentir la conexión como si estuvieran frente a frente.
Hablaron durante horas, saltando de anécdotas de la infancia a actualizaciones de sus vidas. N le contó sobre su hijo y su vida en Colombia, mientras que J compartió sus aventuras y desventuras en Australia y sus viajes por el mundo. Cada historia revelaba más de lo que habían cambiado, y a la vez, cuánto permanecía intacto en su conexión. La conversación se sintió natural, como si los años de separación fueran solo una breve pausa en su amistad. Al concluir la llamada, ambos sabían que algo significativo se había reavivado entre ellos, una promesa tácita de no dejar que la distancia volviera a separarlos.
Esa noche, J no pudo conciliar el sueño. Se quedó despierto, reviviendo cada palabra, cada risa compartida durante la llamada. Había algo en la voz de N, en la manera en que hablaba de su hijo y de su vida cotidiana, que despertaba en él una mezcla de ternura y admiración.
Nunca había dejado de pensar en ella, pero escucharla de nuevo, después de casi treinta años, lo había llevado de vuelta a aquellos días en los que sus sentimientos por N eran lo único que le importaba. Ahora, con más de tres décadas de distancia y experiencias entre ambos, se daba cuenta de que el tiempo no había hecho más que profundizar ese afecto silencioso que siempre había llevado dentro.
N siempre había admirado la inteligencia de J. Desde niños, lo veía como alguien brillante, capaz de convertir cualquier situación en una oportunidad para aprender o descubrir algo nuevo. Y ahora, después de escucharlo hablar sobre su vida, sus logros y los desafíos que había superado, esa admiración no solo se mantenía, sino que se profundizaba.
Al revisar cuidadosamente sus redes sociales, se sorprendió de lo que veía: J era exactamente el tipo de hombre que siempre había soñado para su vida. Romántico, serio, buen hijo, e increíblemente inteligente. Sin darse cuenta, él encajaba en cada uno de los detalles que ella deseaba en su “príncipe azul”. Mientras recordaba su conversación, sintió cómo algo dentro de ella se despertaba. Era como si las mariposas en su estómago, aquellas que creía extinguidas por las decepciones del pasado, volvieran a volar, recordándole lo que era sentir de verdad.
A pesar de la distancia y los años, algo en esa llamada y en todo lo que había descubierto de J hizo que N sintiera que el tiempo no había cambiado lo esencial en él. Las cualidades que admiraba de niño ahora se habían convertido en las virtudes de un hombre hecho y derecho.
Mientras cerraba los ojos, se sorprendió pensando en cómo habría sido su vida si hubiera tenido el valor de decirle lo que sentía en aquellos años. Pero el pasado estaba hecho, y ahora el presente le ofrecía una oportunidad que no sabía si era real o si solo estaba soñando.
Por otro lado, J, aún con su corazón acelerado, revisaba una vez más el perfil de N. Cada foto y cada palabra publicada eran una ventana a una vida que él no había podido compartir, pero que de alguna manera sentía conectada con la suya. Sabía que N había pasado por momentos difíciles, y aunque la admiraba por su fortaleza, no podía evitar preguntarse si alguna vez había tenido la misma suerte en el amor que él, o si, como él, seguía buscando algo más profundo, algo verdadero. Mientras miraba su sonrisa en una de las fotos, no pudo evitar pensar que tal vez, después de todo este tiempo, aún había una historia por escribir entre ellos.
N, ya en la tranquilidad de su habitación, miraba la pantalla de su teléfono, repasando las fotos de J. Cada imagen parecía confirmar lo que su corazón le había gritado durante la llamada. Era como si el destino le estuviera ofreciendo una segunda oportunidad, una que no se había atrevido a buscar. En cada sonrisa de J, en cada gesto capturado por la cámara, N veía no solo al hombre que había crecido lejos de ella, sino también al niño con el que compartió su juventud.
El contraste entre lo que habían sido y lo que eran ahora la llenaba de una extraña esperanza. ¿Era posible que, después de tanto tiempo, aún hubiera algo por descubrir entre ellos? Las mariposas seguían revoloteando en su estómago, recordándole que a veces la vida da giros inesperados.
Mientras tanto, J se encontraba en un dilema similar. No podía dejar de pensar en lo que sentía cada vez que hablaba con N. El simple hecho de escuchar su voz había reavivado en él algo que creía dormido. ¿Era demasiado tarde para intentarlo? ¿O tal vez el tiempo había sido un aliado, dándoles la oportunidad de encontrarse en el momento adecuado? No podía ignorar la conexión que seguía viva entre ellos, a pesar de los años y la distancia. Esa noche, antes de dormir, una idea comenzó a tomar forma en su mente: quería volver a verla. No en una pantalla, no a través de palabras escritas, sino frente a frente. Sentía que debía intentarlo, aunque fuera una locura.
Esa noche, mientras el sueño finalmente vencía a N, su mente viajó de vuelta a aquellas tardes interminables en las que el sol pintaba las calles de su infancia con tonos dorados. Sen sentia como volviendo a vivir esos recuerdos del pasado. Podía ver a J corriendo junto a los demás niños, su risa resonando entre las casas de ladrillo que formaban su pequeño mundo. Recordó cómo siempre se quedaba mirando desde la ventana antes de animarse a bajar, con el corazón acelerado al verlo entre la multitud.
En aquellos días, no necesitaban mucho para ser felices: una pelota, un trozo de tiza para dibujar en el asfalto, o simplemente las historias que inventaban bajo la sombra de la linterna del abuelo, esas linternas plateadas que usaban pilas grandes pero eran el foco para jugar con las sombras de los dedos. Había una inocencia en esos años, una magia que parecía envolver cada rincón de su barrio. Y aunque las palabras nunca se dijeron, ambos sabían que había algo especial entre ellos, algo que el tiempo no había logrado borrar.
Mientras N seguía sumergida en sus recuerdos, su mente comenzó a deslizarse entre lo real y lo onírico. Se vio a sí misma de nuevo en la ventana, como cuando era una niña, mirando a J desde arriba. Pero esta vez, el paisaje parecía diferente, envuelto en una luz suave y cálida que hacía que todo pareciera casi irreal. Podía escuchar su risa, pero cuando intentó verlo claramente, él ya no era el niño que recordaba, sino el hombre que acababa de escuchar al teléfono. Se sorprendió al sentir cómo su corazón volvía a acelerarse, como si estuviera reviviendo esos primeros momentos de amor, pero con una intensidad que nunca había experimentado antes.
La mente de N mente comenzó a jugarle una extraña pasada. De repente, ya no estaba en su habitación, sino de vuelta en las calles donde había crecido. Todo se veía igual, pero al mismo tiempo, había algo diferente en el aire, como si el tiempo hubiera detenido su marcha. Las casas, los niños corriendo y las risas de fondo estaban ahí, pero J parecía más nítido, más cercano que nunca. Esta vez, N no lo observaba desde la ventana. Se encontraba de pie frente a él, como si ese momento hubiera sido congelado y reservado solo para ellos dos.
J le sonreía de la misma manera que lo hacía cuando eran niños, pero ahora había algo más en su mirada. N caminó hacia él, con el corazón latiendo rápido, sintiendo cómo cada paso la llevaba de regreso a esos días en los que todo era más simple. Sin darse cuenta, ya estaban tomados de la mano, como si aquel gesto hubiera sido la cosa más natural del mundo. El calor de su piel era real, tan real que parecía imposible que todo esto no fuera más que un sueño. N podía sentir las mariposas en su estómago, esa sensación que hacía mucho tiempo no experimentaba. Era como si cada momento que compartieron en el pasado estuviera cargado de significado, esperándolos.
El sonido de las risas y los juegos a su alrededor empezó a desvanecerse, dejando solo el silencio y la cercanía de J. Todo lo demás desapareció, como si el mundo se hubiera reducido a ese instante. “Siempre supe que estarías aquí”, le susurró él, y aunque N sabía que no estaba en la realidad, esas palabras resonaron en su corazón con una verdad tan clara que le costaba distinguir dónde terminaba el sueño y comenzaba la realidad. Justo en ese momento, sintió que todo comenzaba a desvanecerse lentamente, como si despertara, pero con la certeza de que esa conexión con J aún estaba viva.
N se sentó en la cama, aún con el latido acelerado en su pecho. Se llevó una mano a la mejilla, como si pudiera sentir el roce de J en su piel. ¿Había sido solo un sueño? Todo había sido tan vívido, tan lleno de detalles, que le costaba aceptar que no fuera real. Y sin embargo, algo dentro de ella le decía que, de alguna manera, ese sueño era más que una fantasía. Era un reflejo de algo que siempre había sentido, una verdad que había guardado en lo más profundo de su corazón, esperando el momento adecuado para salir a la superficie.
Cuando N despertó, la sensación de haber estado en otro tiempo aún la envolvía. Por un momento, el límite entre sueño y realidad parecía difuso, y mientras se incorporaba en la cama, una sonrisa se dibujó en su rostro. Los recuerdos de su infancia con J la acompañaban como una melodía suave, y aunque habían pasado tantos años, el amor platónico que él sentía por ella en esos días empezaba a tomar forma en su mente. Recordaba cómo J siempre la miraba con ojos llenos de admiración, cómo encontraba cualquier excusa para estar cerca, para compartir con ella momentos sencillos pero llenos de significado.
J había sido siempre ese niño especial en su vida. A su manera callada, él le prestaba atención a los detalles que otros no veían. Recordaba una tarde, cuando tenían apenas catorce años, que llovía intensamente y las calles se vaciaron de niños jugando. Mientras los demás buscaban refugio, J se quedó en la calle, empapado, esperando bajo su ventana. Fue entonces cuando N lo vio. Él no le dijo una palabra, pero su mirada lo decía todo. N sabía, aunque nunca lo mencionaron, que J sentía algo especial por ella, un cariño que iba más allá de las simples bromas infantiles. Y aunque nunca lo confesó, ese día marcó un antes y un después para ambos.
A lo largo de esos años, J hacía pequeños gestos que la hacían sentir única. Le dejaba flores en la puerta de su casa, escribía su nombre en los muros de la cuadra cuando nadie lo veía, y siempre encontraba la manera de hacerla reír, incluso en los días más grises. Para J, N era más que una compañera de juegos. Era su musa, su inspiración, el centro de sus pensamientos más profundos, aunque en ese momento no supiera cómo expresarlo. Él la había idealizado en su mente como ese amor perfecto, inalcanzable, un amor que existía en un espacio donde las palabras no eran necesarias.
A lo largo de los años, N había sentido el cariño de J, pero nunca llegó a entender la magnitud de lo que él sentía. Ella lo veía como un amigo especial, alguien que siempre estaba allí, pero nunca había considerado lo que ese vínculo significaba realmente para J. Ahora, con la distancia del tiempo, empezaba a comprenderlo. Y con cada nuevo recuerdo que surgía en su mente, se daba cuenta de que quizás, en algún rincón de su corazón, también había sentido algo más que amistad por él. Pero las circunstancias, el miedo o simplemente el destino no les habían permitido explorar ese sentimiento.
J, por su parte, también solía perderse en los recuerdos de esos años dorados, en los cuales la presencia de N lo envolvía de una manera que nunca pudo explicar. Aún podía recordar claramente el primer momento en que la vio, de pie en la ventana de su casa. El viento jugaba con su cabello negro, y el sol de la tarde dibujaba sombras suaves sobre su rostro. En ese instante, algo dentro de él cambió para siempre.
Fue como si todo el ruido del mundo desapareciera, y solo quedara el sonido de su propio corazón, que latía con una fuerza que nunca antes había sentido. Tenían trece años, y aunque no entendía del todo lo que sentía, sabía que N era diferente. No era solo una amiga, era el centro de sus sueños más secretos.
Fue una tarde cualquiera, en una de esas interminables jornadas de verano, cuando el sol comenzaba a despedirse y el cielo se teñía de colores suaves. J estaba corriendo con los demás niños, jugando sin preocupación en la calle. Todo era tan cotidiano como siempre, hasta que algo, o más bien alguien, lo detuvo.
Al levantar la vista, la vio. N estaba de pie en la ventana de su casa, en el segundo piso, y en ese preciso instante, el tiempo pareció detenerse. El viento jugaba con su cabello negro y liso, haciéndolo danzar con suavidad sobre su rostro. La luz dorada del sol, que ya se escondía, bañaba su piel de una manera que la hacía parecer irreal, como una visión, como si no perteneciera a ese mundo. J sintió que el ruido de los otros niños se desvanecía, que el murmullo de la ciudad quedaba a kilómetros de distancia, y que solo existía ella. La niña en la ventana. Su corazón comenzó a latir con fuerza, un latido que nunca antes había experimentado.
En ese momento, todo cambió para J. Era como si algo dentro de él se hubiera despertado, una emoción que no podía entender ni controlar. N no lo miraba, estaba absorta en sus pensamientos, tal vez contemplando el atardecer, tal vez perdida en sus propios sueños. Pero para J, ella lo era todo. Los reflejos del sol hacían que su rostro brillara con una suavidad angelical, y su cabello negro, movido por la brisa, era como un lienzo en movimiento. No pudo apartar la mirada, y en ese preciso instante, supo que algo más profundo que la simple amistad estaba naciendo en su interior.
Ese primer vistazo fue suficiente para cambiarlo. No había palabras, ni gestos. Sólo la imagen de N, enmarcada en esa ventana, como si fuera parte de un cuadro perfecto que se quedaría grabado en su memoria para siempre. A partir de ese día, todo lo que hacía parecía girar en torno a ella. Cada juego en la calle, cada conversación con los amigos, todo estaba teñido por ese primer encuentro visual, por esa chispa que había encendido algo más que la inocencia de un niño. J no sabía lo que era el amor, pero sabía que lo que sentía por N era más grande que cualquier juego o risa compartida.
J no podía apartar la vista de N, pero a medida que la observaba, se dio cuenta de algo. Ella no lo veía. Estaba absorta en sus propios pensamientos, ajena a la algarabía que llenaba la calle. S y K, las amigas de N, que también estaban jugando en la cuadra, la llamaron desde abajo, invitándola a unirse. “¡N, baja! ¡Ven a jugar con nosotros!”, gritaron con la energía que solo un par de niñas podían tener. J, en ese momento, sintió un pequeño rayo de esperanza. Tal vez N bajaría, tal vez se uniría a ellos, y tal vez, solo tal vez, lo miraría. Pero ella no lo hizo.
N simplemente sacudió la cabeza con una sonrisa tímida, como si la idea de unirse al juego no le interesara en lo más mínimo. No hizo ningún esfuerzo por moverse, y J sintió una punzada de decepción en su pecho. Ella había rechazado la invitación de S y K, y en su mente de trece años, aquello lo sintió como si lo hubiera rechazado a él también. No lo había visto, no había notado su presencia. J siguió jugando, pero algo dentro de él se había quedado colgado en esa ventana, deseando que N, solo por un segundo, lo viera. Pero para ella, él no existía en ese momento, y esa ausencia lo marcaría más de lo que podía comprender.
Cada día después de esa tarde, J buscaba formas de acercarse a N, aunque fuera solo para compartir una mirada fugaz. Siempre encontraba excusas para pasar por su casa, solo para ver si estaba en la ventana o si salía a jugar con los demás niños de la cuadra. A veces, se quedaba en la esquina, fingiendo estar distraído, pero siempre pendiente de si N lo miraba. Y cuando ella lo hacía, aunque solo fuera por un segundo, J sentía que el mundo tenía sentido. Era una especie de magia, una conexión que solo él parecía entender.
Con el paso de los días, ese amor silencioso que J sentía por N creció en silencio, alimentado por los pequeños momentos que, para él, lo significaban todo. Aunque nunca intercambiaron más que un par de palabras, la sola posibilidad de verla en su ventana o de cruzar miradas fugaces mientras ella pasaba por la calle era suficiente para mantener viva la chispa dentro de él. J, con la inocencia de su edad, no se atrevía a decir nada, pero su corazón latía con fuerza cada vez que ella estaba cerca. A veces, N lo veía, pero sus miradas eran breves, como si ella no entendiera el peso que esos instantes tenían para él.
A pesar de todo, nunca dejó de intentarlo. Se quedaba en la esquina de la calle, apoyado contra un poste de luz, fingiendo estar distraído, como si solo estuviera pasando el rato. Pero en realidad, cada fibra de su ser estaba concentrada en ella, en la esperanza de que sus ojos se cruzaran por un breve instante. Cuando eso sucedía, era como si el tiempo se detuviera, como si el mundo entero cobrara sentido por un segundo perfecto. J vivía por esos momentos. A pesar de que N no parecía compartir los mismos sentimientos, para él, existía una especie de magia en esas miradas fugaces. Una conexión que solo él parecía comprender, un lazo invisible que lo mantenía atado a ella, aun cuando N seguía siendo un amor platónico, tan cercano y, a la vez, inalcanzable.
J, ahora sentado en su pequeño estudio en Australia, se encontró con una de esas viejas fotos mientras revisaba su ordenador. Era una imagen de la cuadra donde vivia en la infancia, con los niños jugando en la calle, y allí estaba ella, N, con su cabello largo y su sonrisa tímida, rodeada por todos los recuerdos que él había guardado durante tantos años. Al ver esa imagen, fue inevitable que su mente viajara de nuevo a aquellos días. Recordaba cómo su corazón saltaba en su pecho cada vez que pasaba cerca de su casa, y cómo el simple hecho de verla desde lejos llenaba su día de una magia inexplicable.
Mientras veía la foto, J se preguntaba si N, al otro lado del mundo, recordaba esos momentos de la misma manera. Tal vez, en alguna ocasión, ella también había pensado en él. Esa idea lo hizo sonreír, pero en su corazón, sabía que los recuerdos que él guardaba con tanto cariño probablemente no tenían el mismo peso para N. Aun así, no podía evitar perderse en esos pensamientos. En esa época, todo lo que necesitaba para sentirse feliz era un pequeño gesto, una mirada, un momento en el que sus mundos se tocaran, aunque fuera solo por un segundo. J cerró los ojos, permitiéndose revivir esos instantes de pura inocencia, como si aún fuera ese niño que se quedaba en la esquina, esperando que N saliera de casa.
Pero la vida había seguido adelante, y ahora, en ese estudio a miles de kilómetros de su infancia, J se preguntaba cómo había pasado tanto tiempo sin que nada de aquello se hiciera realidad. Todo había quedado en sus recuerdos, en esa sensación de haber vivido un amor que nunca pudo expresarse, un amor platónico que, aunque nunca fue correspondido, siempre lo había acompañado. Mientras el sonido de las aves australianas llenaba el fondo, J no pudo evitar comparar su presente con ese pasado tan idealizado. Era curioso cómo esos momentos, tan pequeños y aparentemente insignificantes en su niñez, seguían siendo los pilares de muchos de sus pensamientos y deseos hoy, tantos años después.
De vuelta en su presente, J no pudo evitar preguntarse cómo habrían sido las cosas si alguna vez hubiera reunido el valor para decirle a N lo que sentía. Se imaginaba a sí mismo, con esa misma timidez de entonces, acercándose a ella, balbuceando alguna confesión torpe que, con suerte, habría sido suficiente para que ella lo mirara de una forma diferente. Pero esa valentía nunca llegó, y ahora, décadas después, solo quedaban las memorias que se aferraban a su mente como fragmentos de una película inacabada. A veces, se preguntaba si N lo había notado alguna vez, si alguna vez se preguntó por qué él siempre estaba allí, en la esquina, esperando verla.
Los recuerdos lo envolvieron una vez más. Hubo una tarde, lo recordó con claridad, en la que llovía tan fuerte que todos los niños corrieron a refugiarse en sus casas. Todos menos él. J había decidido quedarse bajo la lluvia, empapado, esperando bajo el mismo poste de luz donde solía verla pasar. No había ninguna razón lógica para quedarse ahí, pero su corazón lo llevó a esperar, como si en medio de esa tormenta, algo pudiera cambiar. Miró hacia la ventana de N, esperando verla asomarse, tal vez para invitarlo a resguardarse con ella. Pero no sucedió. El único testigo de su espera fue la lluvia, que caía incesante, al igual que el silencio que pesaba en el aire. Sin embargo, incluso ese recuerdo, tan cargado de frustración y deseo, le arrancaba una sonrisa ahora. Había una especie de magia en ese amor no correspondido, una dulzura en su inocencia que le hacía sentir que, en algún lugar del tiempo, todo había valido la pena.
J abrió los ojos y volvió a mirar la pantalla. Australia se sentía tan lejos de ese mundo de lluvias, postes de luz y ventanas con cortinas moviéndose con el viento. Habían pasado años, pero esos recuerdos seguían siendo una parte vital de quién era él. Tal vez porque nunca había encontrado a alguien más que lo hiciera sentir de la misma manera. Ese amor idealizado por N, que comenzó cuando eran apenas unos niños, todavía tenía un espacio en su corazón. A veces, se preguntaba si era ese amor lo que lo mantenía aferrado al pasado, como una especie de refugio donde siempre podía volver cuando la realidad se volvía demasiado fría y distante. Era como si parte de él nunca hubiera dejado aquella esquina, aquel pequeño mundo donde todo tenía sentido solo con verla.
El paso de los años había hecho que esos momentos del pasado tomaran una dimensión casi mítica en la mente de J. A veces, se preguntaba si realmente habían ocurrido de la manera en que los recordaba, o si su memoria los había adornado con detalles que solo existían en sus pensamientos. Como aquella tarde en que él, decidido a captar la atención de N, había juntado flores silvestres del parque cercano. Las había dejado cuidadosamente frente a su puerta, con la esperanza de que al salir, N las viera y supiera que eran para ella. Nunca supo si ella se dio cuenta de su gesto, o si alguien más las había tomado antes. Pero la imagen de esas flores sigue siendo vívida en su memoria, como una especie de testimonio silencioso de todo lo que él no pudo decirle en palabras.
En Australia, sentado frente a su computadora, J se sorprendía a veces de lo presentes que seguían esos recuerdos en su vida diaria. Parecía extraño que, a pesar de todas las cosas que había logrado y de los lugares que había visitado, una parte de él siempre volvía a esa pequeña calle, a esos juegos infantiles que ahora parecían tan lejanos. A veces, mientras caminaba por las calles de Sídney, en medio del bullicio de la ciudad, cerraba los ojos y, por un segundo, se imaginaba de nuevo en su barrio de la infancia, esperando en la esquina. Era una especie de refugio mental, un lugar donde siempre podía regresar. Sin embargo, había algo más que lo inquietaba: ¿habría N sentido alguna vez lo mismo? ¿Recordaría esos momentos de la misma manera?
Esa pregunta lo persiguió durante años, pero nunca se atrevió a buscar una respuesta. Y ahora, con el tiempo y la distancia entre ellos, parecía improbable que lo hiciera. Las redes sociales le habían ofrecido una ventana a la vida de N, pero J siempre fue cuidadoso de no mostrarse demasiado. Había algo en esa distancia que él mantenía, una especie de protección contra la posible indiferencia que N podría sentir hacia esos recuerdos que él atesoraba. No sabía si ella guardaba siquiera una pequeña fracción de esos momentos en su corazón, o si, para ella, esos años habían sido solo una etapa más de su vida, tan lejana y borrosa como lo era para muchos. Pero para J, cada uno de esos días era un tesoro, guardado en la parte más profunda de su ser.
A veces, cuando J se permitía sumergirse por completo en esos recuerdos, se preguntaba cómo habría sido su vida si las cosas hubieran sido diferentes. Si en lugar de quedarse callado, esperando en la esquina, hubiera encontrado el coraje para decirle a N lo que sentía. ¿Habría cambiado algo? ¿Habría podido, quizás, ganarse su corazón? Esa pregunta lo acompañaba siempre, como un susurro persistente que volvía en los momentos más inesperados. En las noches tranquilas en su apartamento en Australia, cuando el silencio lo envolvía, ese “¿y si?” se hacía más fuerte. Sin embargo, J también sabía que parte de lo que hacía tan especial a N en su vida era precisamente ese misterio, esa incógnita sin respuesta que había dejado su amor en el pasado.
A lo largo de los años, había salido con otras personas, pero siempre sentía que faltaba algo. Ninguna de esas relaciones había llegado a tocar la parte más profunda de su corazón. Había algo en la simplicidad de lo que sentía por N, en su pureza, que lo hacía incomparable a cualquier otra experiencia. Para J, N seguía siendo la representación del amor perfecto, ese amor que nunca fue ensuciado por la realidad, por los problemas cotidianos que a menudo desgastan las relaciones. Su amor por N existía en un espacio idealizado, y tal vez, pensaba él, por eso seguía aferrándose a esos recuerdos con tanta fuerza.
En esas noches en las que el pasado se apoderaba de sus pensamientos, J a veces se sorprendía preguntándose si N también tendría esos momentos de reflexión. ¿Pensaba alguna vez en él? ¿Le llegaba alguna ráfaga de nostalgia al recordar esos días, o simplemente había dejado todo atrás? No podía saberlo, pero en el fondo, quería creer que algo de lo que habían compartido seguía vivo en su memoria. Tal vez no con la misma intensidad que para él, pero de alguna manera, esperaba que esos momentos también fueran importantes para ella. Quizás algún día, se cruzarían de nuevo, y podrían hablar de aquellos días, compartir lo que nunca se dijeron.
Pero volvamos a ese momento mágico, cuando volvieron a hablar despues de tanto tiempo. J había estado nervioso todo el día, esperando esa llamada. A pesar de que habían pasado tantos años, el simple hecho de hablar con N de nuevo lo hacía sentir como si tuviera trece años otra vez, con el estómago lleno de mariposas. Se paseaba por su apartamento, revisando el teléfono cada pocos minutos, como si temiera que algo pudiera salir mal en el último momento. Cuando finalmente sonó, su corazón dio un vuelco. El nombre de N apareció en la pantalla, y por un segundo, dudó si debía contestar. Pero lo hizo.
La voz de N al otro lado de la línea era tan familiar y, al mismo tiempo, distinta. El saludo inicial fue tímido, casi vacilante, pero poco a poco, la conversación comenzó a fluir. Al principio, fue solo una actualización de vidas. J le contó sobre su vida en Australia, los proyectos que había iniciado, los viajes, los altibajos. N, por su parte, le habló de su hijo, de su trabajo y de lo mucho que había cambiado su vida en Colombia. Pero detrás de cada palabra, había una sensación de que ambos estaban buscando algo más. No era solo una conversación de actualización; era una búsqueda de algo que había quedado sin resolver.
Durante la llamada, N hizo una pausa. Fue un momento breve, pero J pudo sentir la tensión al otro lado de la línea. Fue entonces cuando ella le confesó algo que nunca había imaginado. “¿Sabes?”, dijo N en un tono más bajo, casi como si dudara si debía continuar. “Mis padres siempre decían cosas buenas sobre ti. Siempre me decían que eras diferente, que eras… especial. Creo que en algún momento, incluso pensaron que tú y yo… ya sabes”. J se quedó en silencio, sin saber cómo responder. Su mente corría, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. ¿Podría ser que los padres de N hubieran visto algo entre ellos que él mismo nunca se había atrevido a imaginar?
N continuó, con una ligera risa nerviosa. “La verdad es que, cuando éramos niños, yo siempre pensé que había algo en ti. Pero nunca supe cómo decirlo, y tampoco estaba segura de lo que era. Mis padres siempre me hablaban de ti, de cómo te veían como alguien bueno, alguien con un futuro. Y no sé, tal vez eso quedó en el fondo de mi mente todo este tiempo”. J sonrió, aunque ella no podía verlo.
Era la primera vez que escuchaba algo así de N, y sentía cómo una nueva dimensión se abría en su relación. No era solo lo que él había sentido por ella todo este tiempo. Tal vez, solo tal vez, N también había guardado algo de él en su corazón durante todos esos años.
J escuchaba las palabras de N con una mezcla de incredulidad y emoción. Nunca se le había pasado por la cabeza que sus padres tuvieran algún tipo de expectativa sobre ellos dos, y mucho menos que N hubiera guardado esos comentarios a lo largo de los años. La llamada siguió fluyendo, pero ahora con un tono más íntimo, como si ambos hubieran traspasado una barrera invisible que los mantenía distantes. Se encontraron recordando momentos de su niñez que J había guardado con tanto cariño, pero que nunca había imaginado que N también recordara.
“¿Te acuerdas de la vez que pintamos la cuadra para Navidad?”, dijo N de repente, y J casi podía verla sonriendo al otro lado de la línea. Claro que lo recordaba. Para él, había sido uno de los momentos más especiales de su vida. “Siempre me acuerdo de cómo todos los niños nos reunimos en la calle para pintar y decorar. Pero hay algo que nunca te dije”, continuó N, con una risa suave en su voz. “Vi lo que hiciste”.
J sintió que su corazón se detenía por un momento. Sabía exactamente a qué se refería. Durante esa tarde, había escrito sus iniciales y las de N en la pared, rodeadas por un corazón. Era su pequeña confesión secreta, algo que nunca había esperado que ella notara.
“Lo vi”, repitió N, y J no supo qué decir. Todo este tiempo había pensado que su gesto había pasado desapercibido, que solo era un símbolo de su amor no correspondido. Pero N lo había visto. “Nunca lo mencioné, pero me hizo sentir especial”, añadió ella. J sonrió en silencio, con una mezcla de sorpresa y alivio. “Me dolio el dia que lo borraron”, confesó N después de una pausa, y con esas palabras, J sintió que algo profundo se asentaba en su corazón. Había pistas en esos recuerdos que los conectaban más de lo que él había imaginado. Tal vez ese amor platónico que siempre había guardado en su corazón no era tan unidireccional como había creído.
“Me dolió el día que lo borraron”, confesó N después de una pausa, y esas palabras resonaron en la mente de J. Nunca habría imaginado que algo tan simple como ese grafiti hubiera tenido algún impacto en ella. J había pasado años pensando que sus sentimientos por N eran invisibles, que sus pequeños gestos eran solo un reflejo de su amor no correspondido. Pero, en ese instante, se dio cuenta de que las cosas no habían sido tan unilaterales como siempre había creído. Aun así, había algo en la voz de N que indicaba que esa historia no era tan sencilla como parecía.
“Fue un gesto bonito”, continuó N, con una risa suave que parecía llevar más nostalgia de la que J esperaba. “Pero lo curioso es que, aunque me hizo sentir especial, también me hizo sentir un poco culpable.” J frunció el ceño, sin entender lo que ella quería decir. “No sé cómo explicarlo. Sabía que lo habías hecho por mí, y me gustaba la idea de que alguien se preocupara tanto. Pero, al mismo tiempo, me sentía mal porque… bueno, en ese momento, yo no sentía nada por ti.”
El corazón de J se encogió un poco al escuchar esas palabras y eso que ya habian pasado mas de treinta años. Aunque siempre había sospechado que N no compartía sus sentimientos, escucharlo de su boca, tantos años después, tenía un peso diferente. “¿Recuerdas que por esa época yo andaba un poco distraída?” preguntó ella, y J, con un nudo en la garganta, asintió, aunque ella no podía verlo. “La verdad es que mi atención estaba en otra persona, y en ese entonces, no le di el valor que quizás debería haberle dado a tu gesto. A veces me siento mal por eso.”
J no dijo nada, esperando que ella continuara. N parecía estar abriendo una parte de su historia que él nunca había conocido. “En ese momento, mientras veía ese corazón en la pared con nuestras iniciales, recuerdo haber deseado que fuera mi nombre junto al de otra persona… alguien que me gustaba en ese momento,” confesó N, con una sinceridad que sorprendió a J. “Fue entonces cuando me di cuenta de que tú sentías algo por mí. Pero, en lugar de alegrarme, me asusté. No sabía cómo manejarlo. No quería herirte, pero tampoco sabía qué hacer.”
“Así que te alejaste,” murmuró J, llenando el silencio con la conclusión obvia que había estado evitando durante todos esos años. “Sí,” respondió N, en un tono casi arrepentido. “Me alejé porque no sabía cómo lidiar con lo que sentías. Sentía que, si me quedaba cerca, solo te haría daño. Y, en cierto modo, también me hacía daño a mí. Porque a pesar de no sentir lo mismo, siempre admiré lo que hacías, la forma en que me mirabas, como si fuera alguien especial.”
Esa revelación golpeó a J con una fuerza inesperada. Todo ese tiempo había pensado que N simplemente no se interesaba en él, que lo había visto solo como otro chico más de la cuadra. Pero saber que ella había sido consciente de sus sentimientos, y que su distancia fue una forma de protegerlos a ambos, le dio un nuevo contexto a su historia. “Supongo que en algún momento pensé que eras… bueno, un poco loco,” admitió N con una risa suave, casi vergonzosa. “Loco por haberte enamorado de mí sin que yo hiciera nada. Y creo que esa fue otra razón por la que me alejé. No quería que lo que sentías creciera más de lo que ya lo había hecho.”
J no sabía cómo responder a eso. En parte, sentía alivio por saber la verdad, pero también había una punzada de dolor al darse cuenta de que, en ese entonces, sus sentimientos habían sido una barrera entre ellos. Esa distancia que siempre sintió no fue solo por falta de interés, sino por algo más complicado.
Mientras N hablaba, J se dio cuenta de que tal vez el amor platónico que siempre había mantenido vivo en su corazón no solo había sido imposible por las circunstancias, sino porque ella lo había percibido como algo que la asustaba, algo que la empujó a alejarse.
J siempre había sabido que N era especial, no solo para él, sino para todos los chicos del barrio. A los ojos de todos, ella era como una princesa. Alta, de piel clara y con ese cabello negro liso que parecía brillar con cada rayo de sol que la alcanzaba. Sus ojos grandes, oscuros y llenos de vida, podían atravesar a cualquiera con una mirada, sus labios carnosos rosados y provocativos eran una tentacion de vida.
Tenía una elegancia natural, una gracia que parecía innata, como si todo en ella estuviera diseñado para atraer miradas sin siquiera intentarlo. N no necesitaba hacer ningún esfuerzo para destacar. Su sola presencia en la cuadra bastaba para que todos, incluyendo a J, se sintieran atraídos hacia ella como mariposas a la luz.
Pero no era solo su belleza física lo que la hacía destacar. N irradiaba una energía positiva, una alegría genuina que hacía que todos quisieran estar cerca de ella. Siempre tenía una sonrisa, y cuando reía, parecía que el mundo entero se iluminaba. Tenía esa extraña habilidad de hacer que todo a su alrededor pareciera mejor, más brillante. No era de extrañar que muchos chicos del barrio soñaran con estar a su lado, aunque pocos se atrevían a acercarse. N era inalcanzable, una especie de figura divina en su pequeño mundo, y eso solo la hacía más deseada.
J, por otro lado, siempre había sido consciente de que no era como los demás chicos. No era el más alto, ni el más fuerte, ni el más agraciado físicamente. Su cabello era algo desordenado, y su ropa nunca llamaba la atención. En términos de apariencia, no destacaba en absoluto. Mientras los demás chicos competían por la atención de N con sus bromas o sus habilidades deportivas, J siempre se sintió un paso atrás. Pero lo que no tenía en belleza, lo compensaba con creces en sentimientos. Tenía un corazón grande, lleno de buenas intenciones, siempre dispuesto a ayudar a los demás, y aunque eso no siempre era reconocido por sus amigos, él sabía que en su interior había algo que lo hacía único.
J no se veía a sí mismo como alguien digno de la atención de N. Sabía que otros chicos, mucho más guapos o populares, también estaban interesados en ella. Y aunque nunca se sentía celoso, había una parte de él que entendía que su amor por N era más una fantasía que una posibilidad real. Ella era, para él, una musa, una figura inalcanzable que representaba todo lo que siempre había deseado. Pero sabía que, en la realidad, el amor que sentía nunca sería correspondido de la misma manera.
N, por su parte, jamás había sido cruel con J. No era su estilo. Ella era amable, siempre lo había sido. Pero cuando una mujer tiene entre 15 o 16 años, es cuando todo comenzaba a cambiar, su atención estaba en otros lugares. Estaba descubriendo el mundo de una manera diferente, preparándose para dejar el colegio, para enfrentar los nuevos desafíos de la adolescencia tardía. N tenía su propio camino por recorrer, y aunque podía haber sentido el cariño de J, no estaba preparada para corresponderlo de la manera que él hubiera querido. En ese momento de su vida, sus prioridades eran otras.
Es fácil, con el paso de los años, mirar atrás y juzgar las acciones de los demás. Pero N era solo una chica joven, atrapada en su propio proceso de maduración, intentando entender qué quería de la vida, y cómo manejar las emociones de los chicos a su alrededor. No se le podía culpar por no haber sentido lo mismo que J. Ella no había hecho nada malo. Simplemente, era una chica que, como todos los demás, estaba descubriendo el mundo y su lugar en él.
J lo sabía, incluso entonces. Sabía que no podía esperar que N lo viera de la misma manera en que él la veía. Y aunque había momentos en los que su corazón se rompía un poco, siempre se repetía a sí mismo que N no tenía la culpa. Ella era, después de todo, una chica de 16 años, con toda una vida por delante, llena de sueños y ambiciones que no necesariamente coincidían con los suyos. Y eso estaba bien. No se le podía exigir que viera el mundo a través de los ojos de J, ni que correspondiera a un amor que no había buscado.
A pesar de todo, el cariño que J sentía por N no cambió. Seguía siendo ese mismo amor platónico, idealizado, que lo acompañaba día tras día. Porque al final, no se trataba de que ella lo correspondiera o no. Para J, el amor que sentía por N era más grande que eso. Era un reflejo de quién era él, de su capacidad para amar sin esperar nada a cambio. Y por eso, nunca la culpó por haberse alejado. N, con todo su brillo y su gracia, siempre sería su musa, la chica inalcanzable que iluminó su juventud.
Uno de los intentos más audaces de J por acercarse a N fue a través de su hermano mayor, Nelson. Aunque J nunca había tenido mucho contacto con él, sabía que Nelson era una figura importante en la vida de N. Siempre lo veía pasar con un grupo de amigos, mayor que todos los demás, con un aire de madurez y confianza que a J le parecía inalcanzable. Pensó que, tal vez, si lograba ganarse la amistad de Nelson, de alguna manera eso lo acercaría más a N. La lógica de un chico enamorado puede ser complicada, y para J, este plan parecía tener sentido.
J intentó de todo. Sabía que a Nelson le gustaba un tipo de música específico, poco convencional, así que comenzó a interesarse por cantantes que jamás había escuchado antes, con la esperanza de tener algo en común de lo que hablar. J buscaba cualquier oportunidad para acercarse a Nelson, fingiendo casualidad cuando lo veía caminando por la cuadra o en el parque.
Le comentaba de discos que había escuchado, con la esperanza de que Nelson lo invitara a unirse a sus conversaciones con sus amigos, pero siempre recibía respuestas cortas y distantes. Nelson era hermético, reservado, y aunque no era grosero, tampoco parecía interesado en los esfuerzos de J por entablar una amistad.
A veces, J incluso intentaba participar en los juegos de fútbol en los que veía a Nelson y su grupo de amigos. Aunque no era especialmente bueno jugando, se esforzaba por llamar la atención de alguna manera. En una ocasión, logró unirse al equipo por pura insistencia, pero fue evidente que, para Nelson, J no era más que un niño más en el grupo.
Cada intento por integrarse a su círculo de amigos parecía chocar contra una barrera invisible. J sentía que no importaba cuánto se esforzara, nunca llegaría a formar parte de ese mundo al que Nelson pertenecía, un mundo de chicos mayores, con sus propios códigos y su propia manera de ver la vida.
Con el tiempo, J se dio cuenta de que su estrategia no estaba funcionando. Nelson, con su carácter tranquilo y reservado, parecía impenetrable. No era como los otros chicos, a quienes J podía acercarse fácilmente. Nelson no era grosero ni despectivo, pero mantenía una distancia constante, y J comenzó a entender que, a pesar de sus intentos, nunca lograría ganarse su amistad de la manera en que lo había planeado. El sueño de acercarse a N a través de su hermano se desmoronó lentamente, dejando a J con una sensación de frustración y resignación.
Lo curioso es que, a pesar de sus intentos fallidos, J no pudo evitar admirar a Nelson. Lo veía como una especie de protector para N, alguien que siempre estaba ahí, cuidando de ella sin ser demasiado evidente. A veces, se preguntaba si Nelson sabía que él estaba enamorado de su hermana. Quizás por eso mantenía esa distancia, protegiendo a N de un chico que, en sus ojos, no estaba listo para formar parte de su mundo.
Con el tiempo, J dejó de intentar acercarse a Nelson, aceptando que nunca lograría formar parte de su círculo. Pero ese esfuerzo, aunque fallido, fue uno de los muchos que J hizo en su juventud para estar más cerca de N. Fue un recordatorio más de que, aunque su amor por ella era genuino, había barreras invisibles que lo mantenían a distancia, y algunas de esas barreras estaban más allá de su control.
Nubia era una compañera de clase de N y, para J, representaba otra posible puerta de acceso hacia ella. Ambas caminaban juntas al colegio cada mañana, y era habitual verlas regresar a casa por la misma calle, charlando y riendo como amigas inseparables.
J sabía que Nubia era cercana a N, y eso le dio una idea. Quizás, si lograba entablar una relación con Nubia, podría encontrar una manera de acercarse a N, o al menos, obtener más información sobre ella. Pero había un obstáculo: Nubia era tan atractiva como N, y J temía que sus intenciones se malinterpretaran. No quería que nadie pensara que su interés en Nubia era romántico, porque su corazón pertenecía a N. Sin embargo, la idea de intentarlo no lo dejaba en paz.
J, decidido a seguir su plan, empezó a inventar excusas para hablar con Nubia. Sabía que la casa de Nubia estaba llena de actividad, con tres hermanas mayores que siempre estaban en casa, lo que ofrecía muchas oportunidades para visitar. Veronica, la mayor, era particularmente amable, pero J sabía que debía ganarse su confianza si quería tener una oportunidad de hablar con Nubia más a menudo. Así que ideó un plan. Decidió que necesitaba una máquina de escribir para hacer sus tareas del colegio, aunque ya tenía una en casa.
Con la excusa de la máquina de escribir, J comenzó a frecuentar la casa de Nubia y sus hermanas. Cada tarde, se acercaba a la puerta y preguntaba si podía tomar prestada la máquina. Verónica, Angela o Alexandra siempre dispuestas a ayudar, le respondian con amabilidad.
“Llévala a tu casa, usa lo que necesites, y luego me la regresas,” le decía, sin saber que el verdadero objetivo de J era pasar tiempo en la casa, esperando que Nubia se abriera más a él. J llevaba la máquina a su casa y volvía con cualquier pretexto, a veces olvidaba un papel o decía que necesitaba otra cinta para la máquina. Con cada visita, J intentaba ganar la confianza de las hermanas de Nubia, especialmente de ella. Pero su plan no avanzaba como esperaba.
Nubia era amigable, pero reservada, y siempre que J intentaba dirigir la conversación hacia N, ella evadía el tema. Le hablaba de todo lo demás: el colegio, las actividades que hacían, pero cuando se trataba de N, solo decía cosas vagas. “Es una buena estudiante, siempre ha sido muy responsable,” le decía Nubia con una sonrisa, pero nunca entraba en detalles más personales. J se daba cuenta de que no estaba logrando lo que esperaba.
A pesar de sus esfuerzos por acercarse a Nubia, la situación empezó a complicarse. Verónica y las otras hermanas empezaron a notar la frecuencia con la que J aparecía por la casa, siempre con una excusa relacionada con la máquina de escribir. Al principio, pensaron que solo era un chico más del barrio, pero con el tiempo, comenzaron a hacer sus propias suposiciones. ¿Por qué venía tanto? ¿Por qué pasaba tanto tiempo en la casa? Para ellas, la respuesta parecía obvia: J estaba enamorado de Nubia.
La familia de Nubia, especialmente sus hermanas mayores, comenzaron a bromear sobre el interés de J por ella. Decían cosas como: “¡Ahí viene J a ver a Nubia otra vez!”, con una sonrisa juguetona en el rostro, pero J no lo veía de esa manera. Él sabía que su interés no estaba en Nubia, sino en lo que ella podía contarle sobre N. Sin embargo, cada vez que intentaba desviar la conversación hacia su verdadero objetivo, Nubia simplemente no cedía. Parecía siempre un paso adelante, evitando cualquier comentario que pudiera acercarlo más a N.
La frustración de J crecía. No solo no estaba logrando acercarse a N, sino que ahora se encontraba en una situación incómoda en la que todos pensaban que estaba detrás de Nubia. A pesar de que ella era una chica atractiva y agradable, su corazón ya tenía dueña, y esa era N. Pero las malas interpretaciones eran inevitables. Las hermanas de Nubia comenzaron a tratar a J como si fuera un pretendiente más, y cada vez que visitaba la casa, sentía que el malentendido se hacía más grande. Por mucho que intentara desviar la atención, las bromas y las suposiciones seguían acumulándose.
Una tarde, después de otra visita fallida en la que apenas pudo intercambiar un par de palabras con Nubia, J se dio cuenta de que su plan no estaba funcionando. No solo no estaba logrando acercarse a N, sino que cada vez se sentía más atrapado en un círculo de malentendidos.
Su estrategia de utilizar a Nubia como un puente hacia N había fracasado rotundamente. La amistad que intentaba construir con Nubia no iba a llevarlo a donde quería. Las hermanas, aunque amables, solo veían a J como el chico que intentaba acercarse a una de ellas.
Finalmente, J decidió que era mejor dejar de lado esa táctica. A pesar de que Nubia y sus hermanas eran amables y siempre lo recibían con una sonrisa, su verdadero objetivo, N, seguía siendo inalcanzable.
Había intentado de todo, desde la máquina de escribir hasta conversaciones casuales, pero nada había funcionado como esperaba. Y aunque no se podía negar que todas las chicas de la casa de Don Gustavo eran hermosas, el corazón de J siempre había pertenecido a N. Era tiempo de aceptar que su plan no había dado frutos y que, una vez más, el amor platónico que sentía por N seguiría siendo solo eso: un amor inalcanzable.
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Era una tarde de principios de septiembre, y J caminaba solo y meditabundo por un concurrido centro comercial australiano. El aire acondicionado hacía contraste con el calor exterior, pero lo que más le llamó la atención fue cómo algunas tiendas ya comenzaban a exhibir sus productos navideños.
Los escaparates llenos de luces, árboles, adornos brillantes, figuras de Papá Noel, guirnaldas, y demas decoraciones parecían fuera de lugar tan pronto en el año, y más aun porque no dejaron vivir la magia de Halloween y su misterio magico y sombrio, pero había algo en esa escena que hizo que el corazón de J se llenara de nostalgia.
Las primeras notas de una canción navideña resonaban suavemente en el fondo, y J, con las manos en los bolsillos, no pudo evitar sonreír ante el espectáculo. La Navidad siempre había tenido un significado especial para él, pero no por los regalos o las luces, sino por algo mucho más profundo.
A medida que seguía caminando, su mente se dejó llevar por los recuerdos de una Navidad en particular, una que había ocurrido muchos años atrás, en 1999. Esa Navidad tenia magia en el ambiente, tenia muchas connotaciones coultas, esta Navidad no había sido como las demás y será la más magica de sus vidas. Era la Navidad que marcaría su juventud, porque seria la ultima navidad para N y J siendo menores de edad, y ademas coincidia con el final de una década y de un milenio. También fue la Navidad que los unió, aunque fuera por un breve instante pero dejo uno de los recuerdos mas memorables en la mente de J.
Mientras el bullicio del centro comercial lo rodeaba, J se encontró recordando aquella calle del barrio de infancia, las risas de los niños, las luces parpadeantes, y cómo, de una simple idea, se había construido algo mágico. La nostalgia se apoderó de él, y con los escaparates navideños de fondo, J comenzó a revivir en su mente aquella Navidad inolvidable…
Era el diciembre de 1999, y en la pequeña cuadra donde vivian de jovenes, el ambiente navideño comenzaba a sentirse en el aire. No solo era la emoción por las festividades, sino también la expectativa del cambio de milenio. La gente hablaba del Y2K y de los posibles problemas que vendrían con el año 2000, pero para J, la única preocupación era cómo hacer que esa Navidad fuera diferente, especial. Un día, mientras estaba sentado en la acera junto a sus amigos Juan, Ricardo, Alex, Cristina, y otros, lanzaron una idea sin mucho pensar.
“¿Y si pintamos algo en la calle para Navidad?” dijo J, tomando un trozo de tiza que había quedado de uno de los juegos anteriores. Al principio, solo lo dijeron en tono de broma, pero poco a poco la idea cobró vida. “No solo pintemos algo”, añadió, “hagamos que esta sea la mejor cuadra de Navidad”. Todos lo miraron con sorpresa, pero el entusiasmo pronto se contagió. Era el tipo de idea que comenzaba como un juego, pero tenía el potencial de ser algo mucho más grande.
Esa misma tarde, los chicos empezaron a reunir materiales. Tizas, pinceles y cualquier cosa que pudieran encontrar para decorar la calle. Al principio, era solo un pequeño muñeco pintado en el asfalto, pero la energía y el entusiasmo de J llevaron la iniciativa a otro nivel. “No basta con pintar”, pensó J. “Necesitamos involucrar a todos los vecinos”. Entonces, sin dudarlo, comenzó a tocar las puertas de los vecinos, invitándolos a unirse a su plan.
Los primeros en sumarse fueron los más jóvenes de la cuadra, pero pronto el entusiasmo se extendió a los adultos. Amas de casa que normalmente no participaban comenzaron a sacar tarros de pintura que tenían guardados en sus garajes.
Los más jóvenes organizaron colectas para comprar luces navideñas y más materiales, y de repente, lo que empezó como una idea de niños se convirtió en un proyecto del vecindario. J no podía creer cómo la energía de todos había cambiado el ambiente.
La señora modista del barrio, conocida por ser muy reservada, sorprendió a todos cuando se ofreció a cocinar para aquellos que trabajaran en la decoración. Pronto su cocina se convirtió en un centro de operaciones, donde los vecinos pasaban por bocadillos entre una pincelada y otra. “Esto es más grande de lo que imaginé”, pensó J, mientras veía cómo la comunidad se unía por un objetivo común.
La participación creció más rápido de lo que J esperaba. El vecino electricista trajo su escalera, el albañil colocó andamios, y el carpintero donó madera para hacer adornos. Incluso el mecánico, que rara vez se unía a cualquier actividad comunitaria, colocó su carro en la esquina para bloquear el paso de los autos y permitir que los niños pintaran en paz. La cuadra se transformaba poco a poco, y J no podía evitar sentirse orgulloso de lo que habían logrado en tan poco tiempo.
Lo que más emocionaba a J no era solo el hecho de que estaban decorando la cuadra, sino la forma en que los vecinos, que a veces ni se hablaban, se unieron como nunca antes. La señora chismosa, que solía estar en constante conflicto con el vecino gruñón, ahora trabajaba a su lado, pintando con entusiasmo. El ambiente estaba lleno de risas y conversaciones que antes no existían, y todo gracias a una simple idea que había nacido de la mente de un soñador.
Cada día, al despertar los chicos salian a jugar futbol, en la tarde J y los demás chicos volvían a la cuadra para seguir trabajando. Pintaban estrellas, muñecos de nieve, árboles de Navidad y todo tipo de figuras festivas que llenaban la calle de color. La emoción crecía a medida que se acercaba el concurso de la mejor cuadra decorada, y la energía era contagiosa. Nadie quería quedarse fuera, y todos aportaban algo, por más pequeño que fuera.
N, por supuesto, no podía faltar en esta historia. Aunque no participaba activamente en las decoraciones, su presencia desde la ventana de su casa era imposible de ignorar. J la veía observar todo desde arriba, supervisando como si fuera una reina viendo cómo sus súbditos trabajaban. A veces bajaba por unos minutos, pero nunca se quedaba mucho tiempo. Aun así, cada vez que lo hacía, el corazón de J latía más fuerte. Aunque sabía que su amor por ella era un sueño platónico, esos pequeños momentos eran todo lo que necesitaba.
Una noche, mientras todos trabajaban hasta tarde colgando luces que cruzaban de un lado a otro de la calle, J se detuvo un momento para mirar lo que habían logrado. La cuadra estaba transformada, iluminada por miles de pequeñas luces que brillaban como estrellas.
Había una energía en el aire, una especie de magia que solo puede sentirse en las noches de Navidad. J supo entonces que ese año sería especial, no solo por la decoración, sino por la forma en que la comunidad se había unido.
Con el tiempo, los adultos comenzaron a involucrarse más. El panadero del barrio comenzó a traer pasabocas y bebidas para los que trabajaban en las decoraciones, y las amas de casa se turnaban para preparar comidas. Había natilla, buñuelos, galletas, y todo tipo de delicias tradicionales que se compartían entre todos. La cuadra se había convertido en un espacio de celebración y unión, y J no podía estar más orgulloso.
El día del concurso llegó, y la cuadra estaba lista. Todos los vecinos, desde los más pequeños hasta los más ancianos, se reunieron para celebrar el esfuerzo que habían puesto en la decoración. Las luces, los adornos y los colores llenaban cada rincón de la calle. J, con una mezcla de nerviosismo y emoción, sabía que, sin importar el resultado, ya habían ganado algo mucho más importante: la unión de la comunidad.
El momento del concurso llegó con una mezcla de nervios y emoción en la cuadra. Los vecinos, que durante semanas habían trabajado juntos, decorando cada rincón, estaban ansiosos por saber si todo su esfuerzo sería recompensado. Los jurados, tres personas designadas por el barrio, observando cada cuadra decorada. Habían pasado por varias calles, cada una con su toque especial, pero cuando llegaron a la calle 46, algo cambió en el ambiente. Los colores, las luces y, sobre todo, la unión de la comunidad que se reflejaba en cada detalle, hicieron que los jurados se detuvieran más tiempo de lo esperado.
Sin embargo, cuando vieron que los jurados se acercaban a su grupo de vecinos, su mente se centró en brindar la mejor experiencia. Los tres jurados caminaron por la calle, observando con detenimiento cada adorno, cada esquina decorada, y tomando notas mientras intercambiaban miradas de aprobación.
Incluso la motocicleta de J estaba en medio de la cuadra con el muñeco de año viejo que habian hecho los muchachos reuniendo ropa vieja, aserrin, una mascara y detalles que le dieron vida a ese personaje, quien paso a ser otro miembro mas de la familia, pero esa el muñeco de año viejo hecho con mas amor de toda la ciudad.
Habian bolsas de regalo girantes colgadas en los postes de luz, habian arreglos de luces que pasaban de por el frente de todas las casas y se tejian como un gran pesebre gigante. Habian cajas de regalo envueltas de papel regalo, gorros navideños, musica en todas las casas, Pastor Lopez, villancicos y demas canciones navideás fueron protagonistas de la noche. mesas con platos de comida típica, todo lo que piedras imaginar en una fiesta Navideña colectiva estaba allí.
Los vecinos los recibieron a los jurados con sonrisas y algunos bocadillos navideños. Nadie dijo mucho, pero la expectativa en el aire era palpable. Tras unos minutos que parecieron eternos, uno de los jurados tomó la palabra y anunció la decisión: ¡La calle 46 es la cuadra la ganadora!
El premio era una lechona para 150 personas, suficiente para alimentar a todos los vecinos y celebrar el éxito. La noticia corrió como pólvora por la cuadra, y de inmediato se organizaron para la gran fiesta. La lechona llegó en un carro especial, y todos se reunieron en el centro de la calle para disfrutar de la comida que compartieron con alegría.
Nadie quedó afuera. Mientras los vecinos brindaban y compartían historias, J, con un plato de lechona en las manos, observaba el ambiente con una sonrisa. Había sido una Navidad perfecta, donde no solo habían ganado el concurso, sino también la unión de una comunidad que por un momento, se sintió más cercana que nunca.
Esa noche, mientras las familias salían a la calle para celebrar, don Álvaro, el padre de N, salió con una botella de whisky y se acercó a don Orlando, el padre de J. Los dos hombres, que apenas se hablaban, compartieron un brindis. Fue en ese momento que J supo que algo realmente mágico había ocurrido. Ver a los padres compartir una risa y un trago hizo que todo el esfuerzo valiera la pena.
Y fue en esa misma noche, bajo las luces parpadeantes y el sonido de la música navideña, que J se armó de valor y le ofreció su mano a N para bailar. No fue un baile largo, pero para J, fue un momento eterno. Las luces, la música y la risa de los niños que corrían por la calle crearon un ambiente perfecto. Aunque sabía que su amor por N siempre sería platónico, ese momento fue suficiente para hacer que su corazón se llenara de alegría.
El momento en que J tomó la mano de N para invitarla a bailar fue como si el universo entero hubiera conspirado para crear ese instante. Mientras la música resonaba por la cuadra y las luces navideñas parpadeaban alrededor, J sintió que el tiempo se detuvo.
Los ruidos del mundo desaparecieron y solo quedaron ellos dos, moviéndose lentamente en medio de la calle que tantas veces habían compartido en su juventud. Para J, ese fue el momento más mágico de su vida. Nunca había estado tan cerca de ella, nunca había sentido su calor, su fragancia tan de cerca. Mientras la abrazaba suavemente, sintió que el amor de su vida estaba justo allí, en sus brazos, aunque solo fuera por un breve instante.
Cada segundo junto a N parecía eterno, como si el tiempo se alargara, dándole la oportunidad de grabar en su memoria cada detalle. El perfume de su piel, la suavidad de su respiración, y la manera en que su cuerpo se movía al compás de la música.
J cerró los ojos por un momento, intentando retener esa sensación para siempre. Durante ese baile, se preguntó si debía arriesgarse, si debía inclinarse hacia adelante y besarla, permitirse un segundo de valentía que lo llevara a conocer finalmente el sabor de los labios de N. Pero la duda lo consumía. N siempre había sido esquiva, reservada, y J temía que, si daba ese paso, todo se desmoronara.
Mientras giraban lentamente, la mente de J era un torbellino de pensamientos y deseos. Era el clímax de su amor platónico, el instante que había soñado durante años. Pero al mirar a N, notó que sus ojos estaban en otro lugar, distraídos, ajenos a la emoción que invadía su corazón.
Esa simple mirada perdida de N, tan indiferente a lo que él estaba viviendo, fue suficiente para que J entendiera que ese beso que tanto anhelaba no iba a suceder. En su mente, se repetía una y otra vez que los labios de N probablemente ya pertenecían a alguien más, alguien que ella realmente amaba. Esa idea lo aplastaba, pero no pudo evitar seguir disfrutando del momento, abrazándola como si fuera la última vez, y si … fue la ultima vez que J pudo tener en sus brazos a N. Fue la ultima vez que estuvieron tan cerca, fue la ultima vez que tuvieron un momento romantico, fue la ultima vez que J suspiro profundamente mientras sus brazos rodeaban a la mujer que amaba hace cuatro años atras desde el primer momento que el la vio a ella.
Para N, ese baile fue un evento más en la noche. Un gesto de cortesía, quizás una manera de compartir con un vecino más. No había nada especial en sus movimientos, nada que indicara que sentía lo mismo que J. Mientras él experimentaba el momento más hermoso de su vida, para ella era solo un baile más en una velada navideña. Esa indiferencia, aunque no era malintencionada, era suficiente para que J comprendiera una verdad dolorosa: N era un amor imposible y nunca seria para el, ella nunca se fijaria en una persona como J. A pesar de la cercanía física, de compartir ese abrazo y ese baile, emocionalmente seguían a mundos de distancia.
Cuando el baile terminó, J dejó que su mano se deslizara lentamente de la de N, con la sensación de que algo mágico acababa de desvanecerse. Ella sonrió ligeramente y se alejó, probablemente sin imaginarse lo que él había sentido. Y mientras J la veía marcharse, comprendió que había estado más cerca que nunca de besarla, pero que al mismo tiempo, estaba más lejos que nunca de su corazón. Ese sería el momento más cercano que tendrían, y al día de hoy, J sigue sin saber cómo saben los labios de N, el único misterio que ha quedado sin resolver en su vida.
Los niños seguían corriendo por la calle, mientras los adultos compartían historias y brindis. Era una Navidad diferente, una en la que todos, sin importar sus creencias o diferencias, se unieron para celebrar juntos. Incluso los vecinos que nunca salían de sus casas se unieron a la fiesta, aportando su granito de arena para hacer de esa noche algo inolvidable.
La comida parecía interminable. Tamales, lechona, vino y todo tipo de manjares típicos de la época llenaban las mesas improvisadas en la calle. Las vecinas repartían natilla y buñuelos, y los más pequeños recibían galletas y dulces a medida que corrían de un lado a otro. Todo el mundo estaba sonriendo, celebrando no solo el final de un año, sino el comienzo de algo mucho más grande: la unión de una comunidad.
Cuando el reloj marcó la medianoche, la llegada del año 2000 no trajo los problemas que muchos habían temido. En lugar de eso, trajo una sensación de esperanza y nuevos comienzos. J, mientras observaba a N desde la distancia, sabía que ese sería uno de los recuerdos más preciados de su vida. No solo porque había sido la mejor Navidad de su vida, sino porque, por primera vez, había sentido que formaba parte de algo más grande.
Mientras las luces seguían brillando y la música llenaba el aire, J se permitió soñar, aunque solo fuera por una noche. Sabía que su amor por N seguiría siendo platónico, pero esa noche, todo parecía posible. El cambio de siglo había llegado, pero para J, el verdadero cambio había ocurrido en su corazón, en esa pequeña cuadra donde, por un breve instante, todo fue perfecto.
El aire fresco de la madrugada comenzó a envolver la cuadra mientras la fiesta seguía. Poco a poco, los vecinos se acomodaban en sillas improvisadas, algunos ya exhaustos después de tanto trabajo y celebración. Las luces navideñas seguían parpadeando, como si se negaran a dejar morir la magia de la noche. J, con una sonrisa tranquila en el rostro, caminaba por la calle, observando a sus amigos, familiares y vecinos disfrutando de lo que, para él, había sido una de las mejores noches de su vida.
Los niños seguían corriendo por la calle, llenos de energía a pesar de la hora. Las risas de los más pequeños se mezclaban con las conversaciones tranquilas de los mayores. J se acercó al borde de la cuadra, donde la lechona ya casi había sido devorada por completo. Era increíble cómo, en tan poco tiempo, se habían logrado tantas cosas. La calle que antes parecía una más del barrio ahora estaba llena de vida, decorada como nunca antes. Pero más allá de las luces y los adornos, lo que realmente importaba era la conexión entre los vecinos.
Al caminar hacia la esquina de la calle, J vio a N una vez más, esta vez en una conversación animada con algunos de sus amigos. Aunque había pasado casi toda la noche pendiente de sus gestos y sus movimientos, en ese momento decidió no acercarse. Sabía que lo que había sentido durante el baile seguiría ahí, pero también comprendía que algunas cosas, como el amor platónico que sentía por ella, no podían forzarse. Era un amor que había crecido en su corazón desde que eran niños, pero que había aprendido a dejar fluir sin expectativas.
Mientras la música continuaba sonando suavemente en el fondo, J se sentó en una pequeña banca de cemento en la acera. Desde allí, observó el panorama: los vecinos compartiendo, los niños jugando y las luces de Navidad que seguían brillando. El cambio de milenio había llegado, pero lo que realmente importaba era ese pequeño momento de paz y felicidad que todos compartían juntos.
J cerró los ojos por un instante, dejando que el sonido de las risas y las conversaciones lo envolvieran. Sabía que la vida seguiría su curso, que el tiempo pasaría, pero esa Navidad, ese breve instante donde todo había parecido perfecto, quedaría grabado en su memoria para siempre.
A medida que la noche avanzaba y los más pequeños empezaban a quedarse dormidos en brazos de sus padres, la fiesta poco a poco comenzó a apagarse. Las luces seguían encendidas, pero ahora parpadeaban con una suavidad que reflejaba el cansancio de una cuadra que había dado todo en las últimas semanas. J seguía sentado en su banca, observando cómo la magia de la noche lentamente se desvanecía, como si la Navidad misma estuviera tomando un respiro.
La mayoría de los vecinos ya se habían retirado a sus casas, pero algunos grupos seguían conversando en la calle, disfrutando de la calma que solo la madrugada puede traer. J permanecía inmerso en sus pensamientos, repasando cada detalle de la noche, desde la decoración de la cuadra hasta el breve, pero intenso, baile con N. Era una de esas noches en las que uno desearía que el tiempo se congelara, para no tener que enfrentar la realidad que vendría con la luz del día.
Justo cuando J pensaba en irse también, algo lo hizo detenerse. N, ahora sola, caminaba despacio por la cuadra, admirando las decoraciones que tanto esfuerzo habían costado. A medida que se acercaba a donde estaba sentado, J sintió su corazón acelerar una vez más. No había esperado un momento como ese, tan íntimo, tan lejos del bullicio de la fiesta, pero allí estaban, solo los dos, en una calle que hasta hace unas horas estaba llena de vida.
N lo miró, y con una sonrisa suave, se sentó junto a él en la banca. No hubo palabras durante los primeros segundos, solo el silencio de dos personas compartiendo un momento bajo las estrellas y las luces navideñas. J, que hasta entonces había imaginado mil conversaciones posibles con ella, se dio cuenta de que no necesitaba decir nada. El simple hecho de que estuviera allí, sentada a su lado, era suficiente para hacer que esa noche fuera aún más inolvidable.
“Ha sido una noche increíble”, dijo N finalmente, rompiendo el silencio con una voz tranquila y suave. J asintió, sin saber qué responder al principio. “Lo ha sido”, contestó al fin, mientras sus ojos recorrían las luces que seguían iluminando la cuadra. “Todo esto… no hubiera sido posible sin ti”, añadió ella, mirando a J con una mezcla de gratitud y admiración. Ese comentario, por más simple que fuera, hizo que el corazón de J diera un vuelco. Por primera vez, sentía que N reconocía su esfuerzo, que lo veía no solo como uno más de los chicos de la cuadra, sino como alguien que había logrado algo especial.
Mientras seguían allí, sentados en silencio, J sintió que ese era el cierre perfecto para una noche que ya de por sí era mágica. No importaba que su amor por ella siguiera siendo platónico; lo que importaba era que, en ese instante, estaban juntos, compartiendo algo único, algo que no necesitaba más explicaciones. J no necesitaba más. La Navidad de 1999 quedaría marcada en su vida como el momento en el que estuvo más cerca de N, tanto física como emocionalmente.
Y aunque sabía que la vida seguiría su curso, que el cambio de milenio traería nuevos desafíos y que las cosas no volverían a ser como esa noche, J se permitió soñar un poco más, solo por un momento. Porque, después de todo, algunas historias no necesitan un final perfecto, solo necesitan ser recordadas por lo que fueron: breves instantes de felicidad que iluminan el corazón, como las luces navideñas que aún brillaban en el vecindario.
Con la despedida de N y el silencio que envolvía la cuadra, J sabía que la noche estaba llegando a su fin, pero en su interior, algo había cambiado. Se quedó sentado en la banca un rato más, viendo cómo las luces de las casas se iban apagando una por una, y las últimas risas se desvanecían en la distancia. Finalmente, se levantó y caminó lentamente hacia su casa, sintiendo que había vivido una de las noches más importantes de su vida, aunque el mundo a su alrededor parecía volver a su ritmo habitual.
Al día siguiente, la calle despertó con los primeros rayos de sol, y poco a poco, la realidad comenzó a filtrarse. Los vecinos salieron a recoger las decoraciones, las luces se apagaron, y las señales de la gran fiesta navideña empezaron a desaparecer. J ayudaba a descolgar las guirnaldas y a limpiar los restos de la celebración, pero lo hacía en silencio, absorto en sus pensamientos. Sabía que ese momento, esa sensación de haber alcanzado algo mágico, se desvanecería como la decoración misma.
Mientras guardaba las últimas cajas de adornos, escuchó la voz de su madre llamándolo desde la ventana. “¿Estás bien?” le preguntó, con esa intuición que solo las madres tienen. J sonrió y asintió, aunque en el fondo sentía una mezcla de emociones que ni siquiera él podía describir. Había vivido una de las noches más cercanas a su sueño de estar con N, pero al mismo tiempo, sabía que esa cercanía era efímera, una ilusión tan brillante como las luces navideñas que ahora descansaban en cajas.
Los días siguientes transcurrieron sin grandes cambios. Las conversaciones del barrio volvieron a girar en torno a las rutinas diarias, a las preocupaciones comunes. La Navidad había dejado su huella, pero la vida seguía adelante.
J retomó sus estudios y sus responsabilidades, pero con una especie de paz interna que no había sentido antes. Ya no sentía la misma urgencia por estar cerca de N. Había aceptado que su amor por ella era algo más profundo que simplemente querer estar juntos. Era una parte de él, de su juventud, y de cómo había crecido. N era su musa, su inspiración, y aunque ella nunca lo viera de la misma manera, eso estaba bien.
Sin embargo, una tarde, cuando menos lo esperaba, J encontró una pequeña nota deslizada bajo la puerta de su casa. La caligrafía fina y delicada le resultaba familiar. La abrió con el corazón acelerado, y en su interior, solo había unas pocas palabras: “Gracias por todo. Fue una noche inolvidable. –N”. Esa simple nota, aunque breve, fue suficiente para reavivar en J todos los recuerdos de la noche anterior. Se sentó en su cama, sosteniéndola en las manos, y supo en ese momento que, aunque N no compartiera sus sentimientos, ella sí había valorado lo que habían vivido juntos.
Con esa nota en su bolsillo, J caminó por la cuadra una vez más, observando cómo todo volvía a la normalidad. Los adornos se habían guardado, las luces se habían apagado, pero la memoria de esa Navidad seguiría viva en su mente. Sabía que, aunque el tiempo pasara, ese instante seguiría brillando en su corazón, como una estrella que nunca se apaga.
Con los años, el recuerdo de esa Navidad de 1999 se convirtió en uno de esos momentos que J guardaba en su corazón como un tesoro secreto, pero la vida, como suele hacer, siguió su curso. El cambio de milenio trajo consigo nuevas responsabilidades, desafíos y caminos inesperados. Los días de juegos en la cuadra, de pintar las calles y organizar fiestas comunitarias, quedaron atrás. J había crecido, y con él, sus sueños y ambiciones.
Ahora, viviendo a miles de kilómetros de esa pequeña cuadra en Colombia, J se encontraba en Australia, en una ciudad completamente diferente, donde el pasado parecía un eco distante.
Se había convertido en un hombre exitoso, dueño de su propia empresa digital, con una vida que muchos envidiarían. Sin embargo, había una parte de él que nunca se sintió completamente satisfecha. A pesar de los logros, de los viajes y de todo lo que había construido, había algo que siempre lo acompañaba: el recuerdo de N.
A lo largo de los años, J había tenido relaciones, algunas largas, otras breves, pero ninguna había logrado llenar ese vacío que sentía desde su juventud. N había sido su primer amor, el amor platónico que nunca pudo alcanzar, y aunque habían pasado más de tres décadas desde aquel baile bajo las luces navideñas, aún pensaba en ella. La vida de J era un reflejo de su éxito profesional, pero también de su soledad emocional. Nunca había logrado encontrar a alguien con quien sintiera esa conexión profunda y pura que, en su mente, solo N podía ofrecerle.
Por otro lado, la vida de N también había seguido adelante. Ella nunca salió de Colombia. A pesar de haber tenido oportunidades para irse, decidió quedarse cerca de su familia, de las calles donde había crecido, donde se sentía cómoda y segura.
Con los años, se convirtió en madre soltera, criando a su hijo con el mismo sentido de responsabilidad y amor que siempre había caracterizado su vida. Era una mujer fuerte, que había enfrentado sus propios desafíos, pero que seguía adelante con la misma sonrisa que J recordaba de su juventud.
N había tenido relaciones también, algunas más serias que otras, pero ninguna que realmente llegara a ser “el amor de su vida”. Había aprendido a vivir por y para su hijo, poniendo sus propios sueños en segundo plano. En las pocas veces que pensaba en J, lo recordaba con cariño, como ese chico que siempre había estado enamorado de ella, pero no con la misma intensidad con la que él la recordaba. Para N, J era un recuerdo bonito, pero parte de un pasado lejano que ya no formaba parte de su presente.
A pesar de estar en diferentes continentes, separados por la distancia y por el tiempo, había momentos en los que J y N volvían a encontrarse, aunque fuera solo en el mundo digital. A veces, J veía alguna foto de N en redes sociales, una imagen de ella con su hijo, y no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y admiración. Sabía que la vida de ambos había tomado caminos muy distintos, pero no podía evitar preguntarse qué habría sido de ellos si alguna vez hubiera tenido el valor de besarla aquella noche, o si sus caminos se hubieran cruzado de otra manera.
Ahora, a sus cuarenta y tantos años, J reflexionaba más que nunca sobre el amor, el tiempo, y lo que significa vivir con recuerdos que a veces pesan más que los presentes. Había logrado mucho en su vida, pero la ausencia de una compañera con quien compartir esos logros lo hacía sentir incompleto. Era exitoso, sí, pero el éxito no llenaba el espacio que el amor siempre había ocupado en su corazón. Mientras tanto, N seguía siendo su musa, ese amor imposible que nunca había llegado a concretarse.
Ambos seguían sus vidas, separados por un océano y por años de experiencias que nunca compartieron, pero para J, N siempre sería esa pieza perdida en su rompecabezas. A veces se preguntaba si ella alguna vez pensaba en él de la misma manera, si acaso también recordaba aquellos días en la cuadra, la Navidad, el baile. Pero sabía, en lo más profundo, que aunque el amor era algo que compartía solo en su memoria, seguía siendo lo más puro y real que había sentido.
Y así, mientras el tiempo seguía avanzando, J se preguntaba si alguna vez tendrían una segunda oportunidad, o si N seguiría siendo, para siempre, el amor que nunca fue.
Con el paso de los días, J se sumergía en su rutina, pero había algo que no dejaba de rondar su mente: las decisiones que lo habían llevado hasta donde estaba ahora.
Aunque su vida en Australia era cómoda y profesionalmente exitosa, sentía que había dejado atrás una parte esencial de sí mismo. Era como si, al haber salido de Colombia, hubiera dejado una pieza importante de su corazón en aquella cuadra, en ese baile con N, en esos años donde todo parecía tener un brillo especial.
J vivía en una casa moderna, un complejo precioso digno de pelicula americana, donde deberia vivir con su familia, pero lamentablemente a hoy, el sigue estando soltero y sin hijos. A menudo se encontraba mirando al horizonte, imaginando lo que podría haber sido.
En esos momentos de soledad, pensaba en cómo había dedicado su vida al trabajo, a construir su empresa y a viajar por el mundo, pero nunca había logrado encontrar un verdadero hogar en ninguna parte. Siempre había tenido esa sensación de estar de paso, de que algo, o alguien, estaba faltando. Sabía que su éxito no podía llenar ese vacío.
Durante una conversación con un amigo cercano, J confesó algo que llevaba tiempo guardando: “He logrado muchas cosas, pero hay días en que me pregunto si todo esto tiene sentido sin alguien con quien compartirlo. A veces siento que, por más que avance, me he quedado atrapado en ese momento, en esa epoca de infancia, en esos años maravillosos donde la vida era perfecta!”
El amigo lo miró con empatía. “Es curioso cómo el primer amor puede marcar una vida entera, ¿no? Pero J, la vida sigue. Tal vez N es solo parte de tu historia, no el final de ella. Donde lo mas particular es que nunca fuiste correspondido, y peor aun, nunca la has besado, solo ha sido un amor en tu mente.”
J asintió, sabiendo que tenía razón, pero aún así, no podía evitar sentir que la historia con N nunca había terminado del todo. Esa sensación lo mantenía en una especie de limbo emocional, donde, aunque seguía avanzando, siempre había un pequeño hilo que lo mantenía atado a su pasado.
En una de esas tardes en las que el trabajo se volvía tedioso, J decidió revisar viejas fotos de su juventud. Las imágenes de aquellos días en la cuadra, de las fiestas, de los amigos, volvieron a llenar su pantalla. Y ahí, entre las fotos, encontró una que no había visto en años: una imagen de él y N, sonriendo, festejando la graducacion del colegio, N vestia un gran sombrero de mariachi. La foto era tan inocente, tan pura, que por un momento sintió que el tiempo no había pasado. Era como si estuviera allí de nuevo, con su primer amor, en esa infancia donde todo había comenzado.
La noche empezó con una emoción que J no había sentido en mucho tiempo. Desde que su padre había mencionado que irían a uno de los lugares más exclusivos de la ciudad para celebrar su graduación, J no había podido dejar de pensar en cómo hacer que esa noche fuera inolvidable. Lo que la hacía aún más especial era que N, por fin, estaría allí, fuera del contexto habitual del vecindario y la escuela.
Después de semanas de encontrar formas para que N recibiera el permiso de sus padres, la noche había llegado. Sus madres, siempre cercanas, habían hecho posible que ella pudiera unirse al plan. Para J, el simple hecho de saber que ella estaría con ellos en una discoteca de lujo, escuchando mariachis en vivo, era suficiente para sentir que la noche tenía un brillo distinto.
El lugar era deslumbrante. Desde que cruzaron la entrada, J no pudo evitar admirar las luces, los adornos y el ambiente elegante que lo rodeaba. A medida que avanzaban hacia su mesa, los acordes del mariachi comenzaron a llenar el espacio, y J sintió que algo mágico estaba por suceder. N, vestida con un atuendo sencillo pero elegante, lucía radiante. Su sonrisa iluminaba el ambiente, y J no podía apartar los ojos de ella.
Cuando se sentaron, alguien del lugar les ofreció sombreros de mariachi como parte del show, y ver a N con uno fue algo que J nunca olvidaría. Había algo en la forma en que se reía, en cómo se acomodaba el sombrero mientras lo miraba, que lo hizo sentir como si estuvieran en un sueño. La primera vez que la había visto en la ventana de su casa había sentido algo similar: un amor platónico que no necesitaba de palabras para existir.
Los mariachis comenzaron a tocar con una pasión que electrizó el ambiente. Las trompetas y guitarras resonaban en las paredes de la discoteca, y la voz del cantante principal llenaba el lugar con una intensidad que dejó a todos en silencio. J miraba a N, que observaba el espectáculo con fascinación. Sabía que era la primera vez que ambos escuchaban un mariachi en vivo, y esa novedad parecía envolverlos en una atmósfera de descubrimiento.
Durante el espectáculo, N se inclinó hacia J para hacerle un comentario, y sus rostros quedaron peligrosamente cerca. J sintió su corazón acelerarse, consciente de que por un breve momento, estaban a centímetros de distancia.
Sus ojos se encontraron, y por un segundo, J pensó en arriesgarse, en acercarse un poco más y finalmente besarla. Pero la razón lo detuvo. N siempre había sido distante en esos aspectos, y aunque él la amaba en silencio, sabía que no podía forzar nada.
El momento pasó rápidamente cuando N se reincorporó, ajena a lo que J estaba viviendo en su interior. Ella siguió disfrutando del espectáculo, mientras J, por dentro, lidiaba con la mezcla de emociones que ese pequeño gesto había desatado. Era como si estuviera caminando en una cuerda floja, siempre a punto de caer en el abismo de sus sentimientos por ella, pero nunca lo suficientemente valiente como para dar el paso.
Cuando la música se calmó un poco y los mariachis comenzaron a tocar una canción más suave, Don Orlando les invitó a ponerse de pie y disfrutar del ambiente desde otro punto de la discoteca. J aprovechó la oportunidad para caminar junto a N, sintiendo que cada paso que daba a su lado era una nueva oportunidad de acercarse a ella. Pero, como siempre, el destino parecía mantenerlos a cierta distancia.
En un rincón más tranquilo, J y N se quedaron observando el espectáculo desde una perspectiva diferente. La música seguía envolviendo el ambiente, pero ahora todo parecía más íntimo, más personal.
Fue en ese momento cuando J decidió hablarle de lo mucho que significaba para él esa noche, de lo increíble que era estar allí, compartiendo algo tan especial. N, con su habitual dulzura, sonrió y asintió, pero antes de que J pudiera decir algo más, fueron interrumpidos por uno de los amigos de la fiesta, que los invitó a la pista de baile.
La invitación fue aceptada sin dudar, y pronto ambos estaban en el centro de la pista, rodeados de parejas que disfrutaban de la música. El ambiente era perfecto: las luces bajas, la música suave, y J sosteniendo las manos de N mientras se movían lentamente al ritmo de la canción. El mundo exterior desapareció para él, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba viviendo un momento que recordaría para siempre.
A medida que giraban en la pista, J no podía dejar de pensar en lo mucho que deseaba besarla, pero algo en él seguía resistiéndose. No quería romper la magia del momento, y aunque estaba más cerca que nunca, sabía que la relación que tenían era frágil, construida sobre años de silencios y miradas que nunca se habían transformado en algo más. Sin embargo, el hecho de estar allí, bailando con ella, era suficiente para él.
La canción llegó a su fin, pero J seguía abrazando a N, como si alargar ese instante pudiera cambiar algo en sus vidas. Por un breve momento, sintió que todo lo que había soñado podría hacerse realidad. Sin embargo, cuando ella se separó suavemente de él, la realidad volvió a asentarse. N seguía siendo la misma, su amiga de siempre, la chica de la cuadra que nunca había visto en él algo más que una amistad.
Después del baile, se unieron nuevamente al grupo en la mesa, pero la mente de J seguía perdida en lo que acababa de suceder. Aunque no habían dicho nada en particular, el simple hecho de haber compartido ese momento le daba una esperanza que sabía que no debía tener. Sin embargo, no podía evitarlo. N era, para él, ese amor imposible que lo hacía soñar, incluso cuando sabía que esos sueños eran solo eso: sueños.
La noche avanzó, y aunque la fiesta seguía, J y N se mantuvieron más cerca de lo habitual. Ambos disfrutaron de las últimas canciones del mariachi, y J supo que ese sería un recuerdo que atesoraría para siempre, aunque no se hubiera concretado en lo que él deseaba. Sabía que, aunque no había sucedido nada extraordinario, el hecho de haber compartido esa noche con ella ya era suficiente para llenar su corazón de alegría.
Cuando finalmente salieron de la discoteca, el aire fresco de la noche los envolvió. J caminaba unos pasos detrás de N, observando cómo la luz de las farolas iluminaba su cabello. Sabía que esa sería una de las pocas noches en que la vería fuera de la rutina, y por eso, se permitió disfrutar de cada segundo, grabando en su memoria cada detalle.
Don Orlando, siempre atento, notó el silencio de J mientras regresaban a casa. “¿Todo bien, muchacho?”, le preguntó con una sonrisa. J asintió, pero sabía que su mente estaba en otro lugar.
Pensaba en el baile, en los momentos en que sus rostros se habían acercado, y en cómo había estado tan cerca de besarla, pero había fallado en el intento. Sin embargo, no se sentía derrotado. Esa noche lo llenaba de esperanza, aunque fuera en silencio.
Cuando llegaron de nuevo al barrio, el ambiente era mucho más tranquilo que de costumbre. Las luces de las casas estaban apagadas, y solo el suave sonido de sus pasos en el pavimento rompía el silencio de la madrugada. N se despidió con su habitual dulzura, y J la observó mientras caminaba hacia su casa. Sabía que esa noche no sería como las demás, que algo en él había cambiado, aunque nada hubiera sucedido realmente.
Esa noche, mientras se acostaba en su cama, J cerró los ojos y revivió cada momento de la velada. Desde la música del mariachi hasta el baile, todo tenía un tinte especial, como si cada segundo hubiera sido parte de un sueño del que no quería despertar. Y aunque seguía sin besar a N, algo en su corazón le decía que no importaba. Lo que habían compartido esa noche, aunque solo fueran pequeñas miradas y bailes, era suficiente para mantener vivo su amor platónico un poco más.
Al día siguiente, la vida volvió a la normalidad, pero para J, la noche de mariachis quedaría grabada en su memoria como uno de esos momentos que jamás se repiten, pero que siempre se recuerdan. N, probablemente, no le daba la misma importancia, pero para él, había sido el instante en que todo había estado a punto de cambiar.
al recordar ese momento, la nostalgia lo invadió. J se preguntaba si N también tendría esos recuerdos, si ella también guardaba algo de esos días en su corazón. Sabía que la vida de ambos había cambiado drásticamente, pero eso no impedía que, en esos momentos, sintiera la necesidad de reconectar con ese pasado que tanto significaba para él.
Después de un largo rato mirando la foto del mariachi, J hizo algo que nunca antes se había atrevido a hacer. Abrió su teléfono y escribió un mensaje privado a N en redes sociales, algo sencillo, pero que llevaba consigo todo el peso de los años: “Hola, N. Hoy vi una foto de nosotros en los mariachis en 1998. Me hizo recordar lo especial que fue todo. Espero que estés bien.”
El mensaje quedó allí, enviado, sin respuesta, una costumbre de N, en no responder mensajes. Sabía que N podría leerlo o no, que tal vez su vida no tenía espacio para revivir esos recuerdos. Sin embargo, para J, había algo liberador en enviar ese mensaje, en dejar que el pasado y el presente se encontraran por un momento, aunque fuera solo en su mente.
Pasaron los días, y la respuesta de N no llegaba. J intentó no pensar demasiado en ello, enfocándose en su trabajo y en sus responsabilidades, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, su teléfono vibró. Era un mensaje de N. “Hola, J. ¡Qué lindo recordar eso! Fue una época increíble, ¿no? Espero que estés bien también. Qué loco pensar que ya han pasado tantos años…”
Al leer esas palabras, J sonrió. No era mucho, pero era suficiente. Era un pequeño puente entre dos personas que habían compartido algo especial, aunque cada uno lo recordara de manera diferente. Para J, ese mensaje fue un recordatorio de que, aunque los caminos de la vida los habían llevado en direcciones distintas, los recuerdos que compartían seguían vivos.
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Desde el 2001, J y N tomaron caminos separados, aparentemente sin volver a cruzarse. J dejó la cuadra para mudarse a otra ciudad, con la idea de empezar de nuevo. Aunque la vida los distanció físicamente, J nunca pudo dejar atrás ese amor silencioso que sentía por N. Ella, sin saberlo, seguía presente en su mente y su corazón, aunque nunca lo contactara. Parecía que el destino los había separado de manera definitiva.
Sin embargo, a lo largo de esos años, J siempre encontraba la manera de estar al tanto de la vida de N. Aunque no mantenían contacto directo, se enteraba de algunos detalles a través de amigos en común. Sabía que ella seguía en la misma ciudad, viviendo su vida, pero nunca profundizó más. Siempre prefirió observar desde la distancia, respetando ese espacio que el tiempo había creado entre ellos.
En 2009, cuando J decidió volver a la cuadra por primera vez en muchos años, lo hizo con la esperanza de reconectar con su pasado. La calle 46, donde tantas memorias habían sido construidas, seguía casi intacta, aunque con algunas pequeñas transformaciones. Mientras caminaba por la acera, recorriendo cada rincón como si fuera parte de una película antigua, J no podía evitar sentir la nostalgia de todo lo que había vivido allí.
Y fue en ese momento cuando la vio. N estaba de pie junto a la ventana de su casa, pero no era la N que él recordaba. Ahora, su figura delgada y elegante estaba transformada por una preciosa barriga que anunciaba la llegada de una nueva vida. J se quedó paralizado al verla. El tiempo pareció detenerse, y durante unos segundos, solo pudo observarla desde la distancia. N estaba embarazada, y la imagen de ella, radiante, con ese porte de reina que siempre había tenido, lo llenó de sentimientos encontrados.
J no se acercó, no hizo ningún gesto para que N lo notara. En cambio, se quedó en silencio, observando desde lejos. Mientras la miraba, sintió una mezcla de alegría y tristeza. Alegría por verla tan hermosa, tan plena, esperando a su primer hijo. Pero también tristeza, porque en ese momento, comprendió que ella había seguido adelante, que estaba construyendo una vida que él no era parte. Sin embargo, lo que más lo conmovió fue la paz que sintió al verla feliz.
Ese día, mientras J caminaba de regreso, algo dentro de él cambió. Ver a N en ese estado, con la esperanza de una nueva vida creciendo dentro de ella, lo hizo reflexionar sobre su propio camino. Sabía que ese amor platónico que había sentido durante tantos años seguía ahí, pero también comprendió que no era necesario que ese amor se convirtiera en algo más. La felicidad de N, incluso sin él, era suficiente para que J sintiera que había cumplido su propósito.
Unos meses después, en 2010, J tomó la decisión de casarse. Aunque su relación no tenía la intensidad del amor que siempre había sentido por N, era una relación basada en respeto y en el deseo de construir una vida en común. Su boda fue una celebración sencilla, pero para J, fue un momento crucial. Sentía que estaba cerrando un capítulo de su vida, que finalmente estaba dejando atrás esa parte de su pasado que tanto lo había marcado.
Mientras tanto, en ese mismo año, N daba a luz a su hijo, Daniel. La llegada de su bebé transformó por completo su vida. Convertirse en madre soltera fue un reto que ella asumió con valentía y amor. Para N, Daniel se convirtió en su centro, en su razón de ser. Aunque la maternidad no estaba en sus planes inmediatos, abrazó ese nuevo rol con una dedicación total. El 2010 fue, sin duda, un año de grandes cambios para ambos.
Lo que J no sabía en ese momento era que, a pesar de haber seguido caminos distintos, sus vidas seguían estando conectadas de alguna manera. Parecía que el destino se empeñaba en mantenerlos entrelazados, aunque fuera de manera sutil. Tanto J como N empezaron nuevas etapas en 2010, y aunque sus caminos no se cruzaron, había algo que seguía uniéndolos.
Durante los siguientes años, J y N siguieron adelante con sus respectivas vidas. J, viviendo en Australia, se dedicó por completo a su trabajo y a su matrimonio. Aunque su vida profesional florecía, en lo personal, siempre sintió que algo faltaba. Por su parte, N se enfocó en criar a Daniel, dándole todo el amor y cuidado que un hijo podía recibir. La vida de ambos estaba llena de responsabilidades y cambios, pero el recuerdo de su pasado seguía latente, aunque nunca se mencionara.
En 2010, J se había comprometido con su nueva vida, pero en el fondo de su corazón, seguía pensando en N de vez en cuando. Había algo en ese recuerdo que no podía borrar, algo que lo mantenía anclado a su juventud, a esos días en los que el amor parecía ser la única razón de vivir. A pesar de estar casado, J nunca pudo olvidar a N por completo.
Para N, las cosas eran diferentes. La llegada de Daniel llenó su vida de una felicidad nueva, de una responsabilidad que nunca había imaginado. Su hijo se convirtió en su prioridad, y aunque tuvo algunas relaciones después, ninguna fue lo suficientemente significativa como para convertirse en algo más. N había encontrado su propósito en la maternidad, y eso era suficiente para ella.
Los años siguieron su curso, y para 2024, las vidas de J y N habían cambiado mucho. J ya no estaba casado. Después de varios intentos por mantener viva su relación, finalmente decidió que lo mejor era seguir adelante por separado. No había resentimiento ni amargura, solo una sensación de que el destino tenía otros planes para él. N, por su parte, seguía criando a Daniel, quien ya era un adolescente lleno de vida y energía.
Y fue en 2024 cuando sus caminos volvieron a cruzarse de manera inesperada. J nunca había planeado reencontrarse con N, pero el destino, como siempre, tenía otros planes. Después de tantos años, ambos coincidieron en un evento en la ciudad, algo que ninguno de los dos había previsto. El primer encuentro fue incómodo, lleno de silencios y miradas que intentaban descifrar qué sentían después de tantos años.
Para J, ver a N después de tanto tiempo fue como un golpe de nostalgia y emoción. Ella seguía siendo la misma N que él recordaba, aunque ahora, con la madurez que solo los años pueden otorgar. N, por su parte, se sorprendió al verlo, pero algo en su interior le dijo que ese reencuentro no era casual. Había algo que aún quedaba por resolver entre ellos, algo que había estado latente durante todos esos años.
Esa tarde, J y N decidieron tomar un café juntos, como si el tiempo no hubiera pasado. Mientras conversaban, ambos comenzaron a recordar esos días en la cuadra, las noches de Navidad, los bailes y los momentos que habían compartido. Aunque la conversación era ligera, ambos sabían que debajo de todo eso había una historia que nunca había terminado, una historia que, quizás, ahora tenía la oportunidad de encontrar su cierre.
N le habló a J sobre Daniel, sobre cómo había cambiado su vida y cómo la maternidad la había transformado. J la escuchaba con una mezcla de admiración y cariño, sabiendo que el amor que siempre había sentido por ella seguía intacto, aunque ahora era diferente. Era un amor más maduro, más sereno, uno que no necesitaba de gestos grandiosos para existir.
A medida que la conversación avanzaba, ambos comenzaron a darse cuenta de que, aunque sus vidas habían seguido caminos muy diferentes, siempre habían estado conectados de alguna manera. Las fechas que marcaban momentos importantes en sus vidas eran como señales del destino, recordándoles que su historia no había terminado del todo.
Finalmente, cuando se despidieron, J sintió una paz que no había sentido en mucho tiempo. El reencuentro con N le había dado la oportunidad de cerrar un ciclo, de entender que, aunque nunca se habían besado ni compartido un amor romántico, lo que habían vivido juntos era real y significativo. Y aunque no sabían lo que el futuro les deparaba, ambos se sentían agradecidos por haber tenido la oportunidad de reencontrarse, de hablar, de recordar.
Esa noche, mientras J caminaba por la ciudad, sintió que algo dentro de él había cambiado. El amor que siempre había sentido por N seguía ahí, pero ya no era un amor que lo ataba al pasado. Era un amor que lo liberaba, que le permitía seguir adelante con la certeza de que, en algún lugar del tiempo, siempre habían estado conectados. Y aunque no sabía lo que el futuro les tenía preparado, J se sintió en paz, sabiendo que su historia con N, aunque distinta a lo que siempre había imaginado, seguía siendo la más importante de su vida.